¿Y para ti qué son en este ahora
la luz desenfrenada, el desarrollo
floral de la evidencia, el canto verde
de las verdes hojas, la presencia
del cielo con su copa de frescura?
Pablo Neruda
La primavera ha sido siempre símbolo de renovación, de explosión de la vida. Aunque aquí, en el Caribe colombiano —donde no es factible hablar de estaciones y sólo se alternan a lo largo del año temporadas de lluvia y sol que incluso llegan a mezclarse—, su pulso se percibe débilmente y apenas recibimos, como noticia de su llegada, un puñado de especies floridas.
Señales invisibles para el habitante acostumbrado a detener la vista en otras cosas. Rara vez en la naturaleza. En la hojarasca que abullona el suelo mientras una mano de viento se introduce sin pudor entre las ramas desnudas. O en el reseco follaje, que hecho humo ahora se convierte en una flor azul que hiende el cielo.
La primavera, lo mismo que el blanco invierno, ocurre lejos de aquí. Tal vez sea el precio pagado por tanta sangre vertida sobre esta tierra. Pero, aun así, en medio del bochorno de los primeros días de marzo, los polvillos nos obsequian su florida nota de color, mutando desde el amarillo limón hasta un tono más apagado de sus pétalos que no alcanza a ser naranja todavía cuando ya han caído a tierra. También para estos días suelen teñirse de fucsia los robles de la ciudad. Entonces, una mañana cualquiera, el habitante se descubre caminando sobre la recién tendida alfombra, sobre la recién caída lluvia de pétalos rosados.
—Son lindas en el árbol, pero una vez caídas les dan a una más trabajo —afirma una mujer de un barrio en Cartagena que, escoba en mano, retira del frente de su casa la mullida alfombra rosa que empieza a desteñirse, manchando el andén con su humedad.
Y pensar que día tras día los colombianos hemos venido levantando del suelo tantas cosas que a diferencia de estas flores no han representado ganancia alguna para nuestras almas.
—¿Se fija, mijo? Es tarea de no acabar —comenta la mujer mientras estira la escoba hacia otra ráfaga de flores caídas.
Como ella, muchas personas en la ciudad repetirán a lo largo del mes de marzo el ritual de la limpieza después de la fiesta. Porque es una fiesta de color ésta de los robles de la ciudad, cuyas flores, que abarcan con su coloración la gama intermedia entre el fucsia y el blanco, constituyen el primer anuncio, según la mitología griega, de la liberación de Perséfone, por cuyo rapto Deméter, madre suya y diosa de la tierra cultivada, habría marchitado las flores y las hojas de los árboles dando lugar al invierno. Pero que ahora, tras la noticia de la liberación de su hija, feliz ha devuelto a la tierra su fertilidad, cubriéndola de flores para recibir a la ausente.
—Estas flores son el mejor anuncio de mi cumpleaños —comenta con orgullo una anciana que parece rondar los cien años y tal vez por eso recibe con gratitud ese débil indicio de la primavera: la explosión de los polvillos y los cañaguates, que pese a su belleza son difíciles de hallar dentro del perímetro urbano; el florecimiento de los robles, extendido de marzo a abril, y el concierto de las acacias blancas, que en algunos barrios de la costa son el atractivo principal; en sus ramas anida un arroyo, un torrente de semillas danzantes.
Así, entre el gris de la ciudad y la creciente prisa de sus habitantes, débilmente se percibe el pulso de la primavera. Antigua fiesta de adoración a Isis, diosa egipcia de la fecundidad. Otrora celebración, según la antigua tradición griega, de un nuevo ciclo de fertilidad, marcado por la resurrección de Dionisos, dios del vino y las cosechas, muerto durante la estación anterior. Triunfo del cálido cordero sobre la fría serpiente; representaciones respectivas de la primavera y el invierno.
Pero la primavera, lo mismo que el blanco invierno, ocurre lejos de aquí. Como noticia de su llegada recibimos apenas un puñado de flores abiertas. Y aunque un puñado de flores abiertas no haga la primavera, para un país que desde hace tiempo es sinónimo de violencia y experimenta ahora una especie de despertar, debería representar alguna esperanza.