El aislamiento en La Guajira, donde habitamos los Wayuu, un pueblo indígena levantado en el corazón del desierto y disperso en toda la península colombo venezolana, se vive de una forma un tanto inusual. Aunque en ninguna parte del mundo estaban preparados para aislarse, en el Pueblo Wayuu parece que recayeran todas las imprevisiones del Estado que nos mandó a confinarnos, a no asistir a ninguno de nuestros velorios y a mantener la distancia unos a otros. En mi caso particular que soy onírica o que trato de buscar explicación en mis sueños, no tuve uno que yo recuerde que me haya anunciado un encierro prolongado, inestable, que se prorroga casi que automáticamente. No, no tuve un sueño que me lo hiciera saber, por lo que concluyo que si no lo soñamos ese encierro no es con nosotros.
Este encierro no es con nosotros. No obstante, somos una población significativa, aunque se nieguen en reconocernos como mayoritaria, pero nos auto reconocemos en una mayoría dispersa. Por tanto, en esta oportunidad las medidas del gobierno nos cobijaron, nos tuvieron en cuenta para aislarnos como el primer paso a seguir y así lo hicimos. Lo grave es que muchos en la zona urbana, como en la zona rural, se confinaron sin comida: el que vende gasolina de contrabando, el que transporta Wayuu entre Maicao, Riohacha y Uribia, o las marchantas que venden mochilas en el malecón de Riohacha, se fueron a sus ranchos con la comida de un día. En esa primera noche de encierro tampoco tuvimos un sueño que nos mandara a confinarnos y no soñamos porque simplemente la pandemia del hambre en el pueblo Wayuu no se ha ido y no le permite a la gran mayoría encerrarse a esperar a que el caos mundial pase.
Lo grave es que muchos en la zona urbana, como en la zona rural, se confinaron sin comida: el que vende gasolina de contrabando, el que transporta Wayuu entre Maicao, Riohacha y Uribia, o las marchantas que venden mochilas en el malecón de Riohacha, se fueron a sus ranchos con la comida de un día.
Cuando se acabó la comida mis paisanos instalados a lo largo de los 73 kilómetros que hay entre Maicao y Riohacha, levantaron peajes humanos, creando el corredor humanitario más largo del mundo y a la vez el corredor que sinceró a los no indígenas. Entonces se escucharon palabras y frases como: “Piazo e’indio”, ”Los indios esos”, ”Échenles el ESMAD”, “Ahí si son civilizados”, ”Pa’esos indios no hay ley”. Para las navidades y las próximas elecciones volverán a tratarnos como “Nuestros indígenas Wayuu”, “Nuestros Wayuu”, “Mis hermanos Wayuu”. Mientras esto ocurría una docente Wayuu de Guarero (Venezuela) era herida. Recibió el impacto de un perdigón en su rostro disparado por la guardia nacional venezolana, cuando reclamaba ayuda humanitaria en la frontera. Los “vivas” en el lado colombiano no se hicieron esperar, manifestando además que la guardia venezolana no se andaba con rodeos como el ESMAD. Su mejilla en la fotografía y en los videos nunca dejará de sangrar.
En este aislamiento también circuló la imagen de una joven mujer Wayuu amenazando con una piedra en los peajes humanos que se instalaron también a lo largo de la línea férrea del tren del Cerrejón. Creo que no se debió llegar hasta este punto. Un niño la observaba, un niño que al igual del resto de niños Wayuu no sabe que es el coronavirus, el aislamiento, el confinamiento, la pandemia, la cuarentena, pero sí saben como es irse a sus ranchos y acostarse sin comer.
En mi encierro no he tenido sueños. Me visitan los Wayuu para decirme que este encierro no es con ellos. Es el caso de los niños Wayuu del eterno retorno, los que salen cada día a buscar el sustento propio y el de su familia. Las mujeres Wayuu, madres, hermanas, primas, sobrinas, viven gracias al trabajo informal de los niños. Los llamados «Wayuu del eterno retorno” que vienen de la periferia de Maracaibo, vendiendo panes los fines de semana por 2.500 pesos colombianos o cobrando un poco más si llevan el pan a domicilio. ¿Deberían estos niños estar confinados, aislados, pasando la cuarentena en sus casas como lo hace la mayoría de la gente? Sí, pero no es una buena opción para ellos la de quedarse en casa. Si lo hacen no comen, ni tampoco sus familias. Acércate hasta el niño y cómprale el pan. Guardando la distancia para protegerlo o protegerte. Los panes que venden los niños no hacen parte de la llamada canasta de confinamiento que han prometido desde el gobierno. Por estos remotos lugares no se han visto a los funcionarios del gobierno entregando ayudas. Estos niños no son “mis niños Wayuu” como acostumbran algunos decir. No son propiedad de ninguno.
Los derechos de estos niños son todos vulnerados. Los pequeños no tienen conciencia de esta vulneración. Si tuvieran conciencia harían lo que hacen los mayores: instalar un peaje humano para sobrevivir. Un peaje que vulnera los derechos de otros, lo que trae la reacción de la policía antidisturbios. La madre de ese niño pare mucho, se escucha decir. Qué tiene varios pequeños y sigue pariendo. Pero ella no sabe como parar. Siguen pariendo. Las mujeres Wayuu deben lidiar con sus maridos. Hombres, que como cuentan en las comunas, no son Wayuu y se les ve andar en chanclas por la calle y llevando un canario enjaulado al que le silban para que trine.
Hoy por ejemplo me visitó Isabel Sofía. Ella prefiere que le digan “Chiqui”. Tiene 5 años y desde los cuatro la conozco. La “Chiqui” vive con sus padres. Es la menor de ocho hermanos. Pasa cerca de mi casa cada cierto tiempo. Sus hermanitos varones venden panes en la calle. Ella se desespera barriendo. Quiere que la vea y le diga que hace bien los oficios. Nació en Venezuela y migró hacía Colombia cuando aún era una bebé. En su corta vida ha sucedido de todo. Ella dice tener “mucho cobre”. Tiene el tiempo para aplicar a la nacionalidad colombiana. ¿De qué podrá servir el cambio de nacionalidad? La “Chiqui» no barre bien. Ninguna niña con unas manos tan pequeñitas puede barrer bien. El palo de la escoba es más grande que ella.
La “Chiqui” y sus hermanos no me visitaron en sueños. Llegaron a mi casa tocando la puerta, ofreciendo pan venezolano. Cuando les dije que deberían estar encerrados, me miraron extrañados y contestaron: este encierro no es con nosotros.