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El compost como metáfora: un jardín en la cárcel Rodrigo de Bastidas, Santa Marta, Colombia

En un lugar donde los recursos son aparentemente escasos todo comenzó a convertirse en objeto de disputa y, por esto, alguna vez, los desechos orgánicos fueron retenidos

Compost. Imagen de Ben Kerckx en Pixabay

Mi primer deseo como jardinera fue iniciar una huerta comunal (community garden) en Bogotá. Luego en Santa Marta soñé jardines comestibles entre casas republicanas que escondían patios con árboles o en callejones que, espontáneamente, se convierten en basureros o parqueaderos de carros. Finalmente, después de mucho pensarlo, y por pura serendipia, el lugar para hacer la huerta apareció en la cárcel Rodrigo de Bastidas dentro de la ciudad de Santa Marta. 

Entré a acompañar a una amiga que daba clases de meditación y yoga a las internas y allí, al fondo del plantel, vi unos segmentos verdes. Pensé “si crece pasto, hay donde sembrar”. Un par de llamadas, unas visitas a la cárcel y la idea tomaba forma, aunque la inspiración fue el jardín, había que empezar por el comienzo: el suelo.

Esas cejitas de pasto que yo había visto en mi primera visita crecían bajo el sol directo y se abrían paso entre escombros. Los pastos, unas de las plantas más antiguas y resistentes saben cómo adaptarse, crecer, aferrarse al suelo desarrollando raíces tan fuertes a tal punto de convertirse en enemigos de jardineros en todas partes. 

Como usualmente ocurre con el trabajo de la tierra: las plantas, los minerales y el recorrido del agua se convierten en metáforas que ayudan a explicar la naturaleza y personalidad propias del lugar. Al decir de Steiner, cada lugar tiene su propia identidad y es tarea de quien lo habita y trabaja. Observar cómo la naturaleza se expresa allí para despertar ese potencial y traducirlo en prácticas que, a la larga, se convierten en herramientas de trabajo y de mayor eficiencia, delicioso sabor y mayor productividad. 

En esta comunidad en la que internas e internos (si, es una cárcel de hombres y mujeres dividida por patios), aunque fuera guiados por la disciplina y el deber había encargados de la cocina, carpinteros, recicladores y costureras.

La segunda pista para hacer realidad este jardín fue entender que la cárcel no es la cárcel, tampoco es un instituto penitenciario, es una comunidad carcelaria. Las implicaciones de este giro van más allá de una elección lingüística. Una comunidad se nutre de diferentes nodos y funciones y su propia estructura es la expresión de un cierto nivel de especialización en las tareas de quienes la integran. 

En esta comunidad en la que internas e internos (si, es una cárcel de hombres y mujeres dividida por patios), aunque fuera guiados por la disciplina y el deber había encargados de la cocina, carpinteros, recicladores y costureras. Honestamente, y nunca indagué mucho por eso, eran los hombres quienes ocupaban más estos roles. Las mujeres, más bien, permanecían en su patio y allí tejían o bordaban con la técnica del punzón. 

Tercero, el compost. Las capas de compost y las técnicas más adecuadas para hacerlo se me fueron revelando. Decidimos hacer compost en zanjas, enterrado. El compost suele ser controversial. Como muchos fermentos, genera sospechas y resulta poco sexy para muchas personas que no están relacionadas con técnicas para su buen manejo y que, más bien, han padecido olores, moscas y que, en general, han tenido malas experiencias directas o indirectas con él. En síntesis, no es visto como el chico más guapo del baile. Por esta razón, y porque queríamos guardar humedad al máximo, decidimos irnos por la técnica de la zanja. Tuve la suerte de trabajar con uno de los pocos grupos mixtos dentro de la cárcel “la escuela ambiental” y entre todos -al comienzo éramos 14- cavamos la primera zanja y comenzamos a armar el pastel.

  • Desechos orgánicos de la cocina
  • Aserrín de la carpintería. Siempre supimos que no era lo ideal para el control de plagas, pero decidimos asumir el riesgo porque la idea era utilizar lo que teníamos a la mano.
  • Pasto y hojas
  • Agua
  • Repetir una 
  • y otra 
  • y otra vez

Cuando comenzamos a cavar había mucho escepticismo y pocas palabras. Uno que otro chiste negro se asomó y luego, luego, estos hombres y mujeres quisieron turnarse la pala y comenzaron a cantar y otros a contar historias. Ellos también son una expresión de este territorio: muchas habían sido agricultoras y agricultores, otros habían trabajado en sembrados de coca y sabían de abono “pero del químico”. La mayoría extrañaba el trabajo de la tierra y recibir el sol por un período más alargado de tiempo. Muchos sabían cómo hacer guarapos y al ver las cáscaras abrieron sus ojos con ganas de recordar recetas para hacer alcoholes.

Imagen de Jason De Los Santos en Pixabay

Al cabo de 21 días el compost estaba listo. Fue rápido, sin olores y el aserrín no salió nada mal. Tuvimos tierra negra que olía a minerales y así ya podíamos comenzar a diseñar nuestra siembra. Hicimos camas, germinamos algunos vegetales que encontramos entre los desechos y surgieron metáforas poderosísimas de las historias que contábamos semana a semana. En un lugar donde los recursos son aparentemente escasos todo comenzó a convertirse en objeto de disputa y, por esto, alguna vez, los desechos orgánicos fueron retenidos -así, retenidos- en la cocina. 

La manera como logramos recuperarlos fue pasando un poco más de tiempo con el personal de la cocina y llevándoles semillas de tomate. Un par de semanas después, esas semillas se habían convertido en plantas que trepaban por los muros de la entrada a la cocina. Después de esto no volvimos sufrir un “corte de suministros” pero al cabo de unas semanas recibimos quejas de alguien que había atentado contra las plantas de tomates. 

Volvimos a sembrar, la segunda vez fueron plantas de maíz. Tuvimos cosecha de fríjol de bosque seco, de albahaca, de ahuyama (alguien la robó). Otro día, unas mujeres del patio quisieron aprender cómo se hacía el compost y nos pidieron esquejes de plantas de lo que ya era una huerta para hacer materas. Dos semanas después, al cruzar por el patio para ir a la huerta, encontramos una montañita de tierra y botellas plásticas cortadas a la mitad con hierbabuena y orégano sembrados.

Tal vez la historia que más recuerdo es la de Edison. Muy consientes de que en este lugar muchos querían sentirse a cargo del cuidado de algo, les dimos plántulas para que las cuidaran hasta que estuvieran listas para pasar a las camas de cultivo. A él le dimos un orégano, el orégano murió, pero la historia de cómo esto pasó es lo revelador y fascinante.

“Yo la quería cuidar. No quería que se muriera. Le eché agua todos los días y la tenía ahí en la celda conmigo. Comenzó a ponerse amarilla. Se agachó. Como que la veía débil. Se la llevé al amigo y le pregunté qué hacer y él sugirió mocharle las hojas. La planta murió y a mi me dio tristeza porque yo la quería cuidar, pero de tanto querer cuidarla se me murió. Yo pensaba que ella quería estar afuera y la puse al sol y nada funcionó.”

La huerta, el compost nos dieron a todos otros temas de qué hablar. Así como se consultaron entre ellos sobre la salud del orégano que finalmente murió, surgieron conversaciones sobre otros temas, así como se revelaban las competencias de quienes habían tenido una relación previa con la siembra. Este jardín se convirtió en metáfora de aquello que quería crecer y vivir en un espacio en donde antes los desechos no eran vistos como suelo fértil.

Antropóloga, magister en historia y jardinera. Trabajó durante más de siete años con comunidades campesinas y étnicas que sobrevivieron al conflicto armado en Colombia. Desde hace más de cuatro años vive en la Sierra Nevada de Santa Marta desde donde trabaja en proyectos de regeneración de ecosistemas y conservación de la diversidad en todo el Caribe.

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