En septiembre de 2020 la Organización Mundial de la Salud, en conjunto con las Naciones Unidas, el UNICEF, el PNUD, la UNESCO, ONUSIDA, la UIT, la iniciativa Pulso Mundial de las Naciones Unidas y la Federación Internacional de Sociedades de la Cruz Roja y de la Media Luna Roja, realizaron una declaración conjunta para condenar y llamar a la acción a todos los países del mundo sobre el peligro de la infodemia: un coctel Molotov entre los dos males que se juntaron al inicio de la segunda década del siglo XXI, la pandemia y la desinformación. Enfermedad, esta última, ligada también a la sobreinformación.
En aulas para muchos aburridas los periodistas aprenden historia, técnicas discursivas, lenguajes periodísticos. Descubren conceptos políticos y económicos y se aventuran en la tarea de contar historias en diferentes formatos guardando la dignidad de no publicarlas si no son capaces de entenderlas o de explicarlas.
La declaración mencionaba que “la información errónea y falsa puede perjudicar la salud física y mental de las personas, incrementar la estigmatización, amenazar los valiosos logros conseguidos en materia de salud y espolear el incumplimiento de las medidas de salud pública, lo que reduce su eficacia y pone en peligro la capacidad de los países de frenar la pandemia”. Los médicos y todo el conjunto del personal sanitario, así como las investigaciones sobre los virus y las vacunas cumplen una función vital ligada a la calidad de la información. De poco sirve que ellos y ellas pasen mucho tiempo preparándose, que hagan estudios que salvan vidas, si un mensaje basado en falsedades puede alcanzar, en poco tiempo, más difusión que sus investigaciones de años o incluso décadas.
¿Puede la información, como los médicos y el personal sanitario, como las vacunas, salvar vidas? La declaración de las organizaciones internacionales, desde una perspectiva democrática, bien puede transformase: “la información errónea y falsa, descontextualizada, puede perjudicar la salud democrática y plural de las democracias, incrementar el discurso del odio, amenazar los valiosos logros conseguidos en materia de igualdad y espolear tanto el incumplimiento de los preceptos constitucionales como la polarización, lo que reduce la legitimidad de las instituciones representativas y pone en peligro la capacidad de las sociedades de dialogar y encontrar consensos políticos y sociales”.
Los periodistas, y todo el conjunto de profesionales de la información, así como sus batallas cotidianas por ganarle un espacio a la desinformación en medio de los mercados y estercoleros de la verdad (las redes sociales), cumplen así una misión vital: desvelar las mentiras bautizadas con ambigüedad como noticias falsas, y construir información veraz. Pero de nada sirve que ellos y ellas pasen también muchos años preparándose, si un mensaje basado en falsedades emocionales puede alcanzar, en muy poco tiempo, cientos de miles de aplausos y reconocimiento social en las redes sociales (el espacio al cual se ha limitado internet). Es curioso que a veces sean los propios medios de comunicación, en los que trabajan periodistas que tardaron años formándose, los que dan espacio mediático a esas voces que promueven la infodemia. Los mismos periodistas los han caracterizado como “debates interesantes” (cómo nos tenemos que ver, los periodistas).
En aulas para muchos aburridas los periodistas aprenden historia, técnicas discursivas, lenguajes periodísticos. Descubren conceptos políticos y económicos y se aventuran en la tarea de contar historias en diferentes formatos guardando la dignidad de no publicarlas si no son capaces de entenderlas o de explicarlas. Adquieren criterio. Conocen, como pocos, el poder de cada palabra y aprenden en las teorías las funciones que cumple cada medio de comunicación, cada canal, cada emisor y cada receptor.
Los jóvenes preguntados por sus referentes no dudan en señalar a varios youtubers entre su lista principal. La derecha, que para escrúpulos bien pocos como la misma lógica del marketing electoral y político, leyó de inmediato la tendencia de la plataforma que, además, cuenta con un aliciente tecnológico que favorece las posiciones extremas: el algoritmo.
Entonces, mientras intentan ubicarse en un medio como becarios, con bajos salarios, se topan con el virus: el youtuber que cree que es periodista y que es multiplicado por los medios generalistas (llenos de periodistas) que aspiran a tener también un poco de su fama. El youtuber que cree que es periodista o experto en ciencia o en política, es un ser muy especial. Tiene un don. Una capacidad de articular en una sola frase los conceptos de populismo, fascismo, oligarquía, antifeminismo, poder del pueblo, sistema podrido, mafias políticas, iniciativas populares, corrupción y problemas de la gente. Sin ningún pudor explican historias que no entienden y salen a la calle con un micrófono porque, según confiesan, “Hago entrevistas, una labor periodística de reportero”. Luego se graban en cámara y desde una silla de gamer pontifican: “Si tu novio te agrede, lo hace porque es tu novio y tiene motivos personales. Pero después no se va a pegar a todas las vecinas del edificio por ser mujeres. ENTIENDES ESO??? Su motivo no es tu sexo, sino vuestros temas personales”.
La derecha extrema en YouTube no es un mito
“Fachas Héroes” es el eslogan del merchandising que se comercia en el canal de YouTube de InfoVlogger, famoso en España por entrevistar a los políticos de Vox, el partido de extrema derecha que ha escalado posiciones en el panorama político español. En las redes sociales, además, son mayoría. TikTok, YouTube e Instagram, los espacios de los más jóvenes son dominadas por la derecha. Pero el caso de YouTube obliga a un examen más detallado de su funcionamiento, el mecanismo que ha sido aprovechado por la alt-right, o la derecha alternativa contemporánea que se muestra como fresca, cercana a la gente y que habla con un lenguaje claro y directo: como los youtubers.
Los jóvenes preguntados por sus referentes no dudan en señalar a varios youtubers entre su lista principal. La derecha, que para escrúpulos bien pocos como la misma lógica del marketing electoral y político, leyó de inmediato la tendencia de la plataforma que, además, cuenta con un aliciente tecnológico que favorece las posiciones extremas: el algoritmo. Así, en primer lugar, se dedicó a promover los canales de jóvenes afines a su ideología racista, machista y excluyente. Después, dejó que la plataforma hiciera lo que ya hace para todos los usuarios: recomendar vídeos afines. No es casual que la suma de los dos procesos ruede como una bola de nieve y convierta a figuras como Diego Rox, en Brasil, Agustín Laje, en Argentina, o Roma Gallardo, en España, en líderes de opinión. Con millones de seguidores.
Porque para la Covid-19 ya conocemos algunas vacunas, pero de la desinformación aún no tenemos remedio.
El estudio Alternative Influence: Broadcasting the Reactionary Right on YouTube, realizado por Rebecca Lewis, demostró que las prácticas de difusión del discurso extremista de derechas en la plataforma de vídeos facilitan la radicalización de las audiencias. Ellas pueden pasar fácilmente de un contenido convencional a otro más extremo a través de los enlaces y sugerencias de la plataforma y, además, la lógica de la red hace que los propios prescriptores políticos cambien a menudo hacia posiciones más radicales a partir de las interacciones que tienen con influencers o con sus propias audiencias.
Lewis indica que cuando los espectadores interactúan con este contenido se sienten alegres, entretenidos, rebeldes y divertidos, emociones que ocultan el impacto del mensaje sobre poblaciones vulnerables y subrepresentadas, como las mujeres, los inmigrantes y las personas de color. YouTube, señala la autora, está diseñado para incentivar este comportamiento.
Situar en el mismo saco a los periodistas y a los nuevos líderes de opinión de la derecha mediática modernizada con voces jóvenes e irreverentes en YouTube no es ningún aliciente para derrotar la infodemia. Porque para la Covid-19 ya conocemos algunas vacunas, pero de la desinformación aún no tenemos remedio. Por cierto, a Google (dueño de YouTube), le importa bien poco.
¿Podrán salvarnos los periodistas? Quizás. Solo si los mismos medios no deciden hacerse un harakiri.