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El fogón prendido

Estos viajes a la Colombia profunda me devuelven recargado, no solo de vientos límpidos, de orgullo por esta familia colorida que somos, de esa riqueza diversa que entrelaza los territorios; vengo recargado de la calidez de nuestra gente, de su empuje y creatividad para seguir cuidando nuestra morada común, del gozo esperanzador que se siente en sus rituales y en sus tradiciones.

Huerta en Nariño, Colombia

De la huerta al fogón. Imagen de Pablo Villota

Durante años

he caminado buscándome:

¿cómo voy a encontrarme?

Si los lugares

donde escarbé

están fuera de mi tierra.

Hugo Jamioy

En una conversación con Aníbal Criollo, escuchándolo atento, rememoraba las historias de mi abuela cuando les decía a las mujeres de la casa: “Hay que mantener el fogón prendido”.

Es Aníbal el portador de una cultura gastronómica ancestral que hunde sus raíces en antiguos pueblos, los Pastos y los Quillacingas, que habitaron las feraces tierras de Nariño. Llegar a La Cocha era para mí pasar del candente trópico a las cumbres andinas, sentir el olor a tierra húmeda, caminar entre el silencio de los árboles, traer a la memoria los versos de Aurelio Arturo, que años atrás me regalara el deseo de conocer estas culturas llenas de misterio y sabiduría:

“… te hablo de un bosque extasiado que existe

sólo para el oído, y que en el fondo de las noches pulsa

violas, arpas, laúdes y lluvias sempiternas.

Te hablo… entre maderas, entre resinas,

entre millares de hojas inquietas…”.

Este segundo viaje a Nariño obedecía a una invitación para ser moderador en un evento en el que estarían Onésimo González Biojó y Aníbal Criollo. Las cosas se alineaban a mi favor. Había tenido la oportunidad de conocer a Aníbal años antes cuando, en un acto inusual, me visitó en la región en donde yo trabajaba para compartir sus conocimientos culinarios con los estudiantes de mi institución. En ese momento su presencia fue clave para complementar un proyecto productivo de la comunidad educativa.

Nuestro reencuentro se daba en un momento trascendental en su vida: él viene de representar a nuestro país en el Madrid Fusión, versión 2021, algo que lo convierte en un chef de talla mundial. No sólo asistí al evento mencionado donde era moderador, quise conocer de primera mano el entorno en el que Aníbal hacía realidad su propuesta gastronómica.

Lo que primero exterioriza Aníbal es su orgullo por sus raíces indígenas y su reconocimiento a los saberes y sabores ancestrales que tempranamente su madre quillacinga, Jael Salazar Guayapotoy, supo entregarle. Ello explica su convicción por el cuidado de la tierra. Todo lo que se siembra en su chagra tiene relación con sus recetas culinarias. No es de los chefs que, sin determinados condimentos, salsas o embutidos hechos industrialmente, se niegan a enfrentar la realización de una comida: “Tengo a la mano todos los ingredientes… unos pasos y voy tomando de la huerta lo que necesito, otros pasos más voy por los cuyes, más allá tengo las truchas…”. Una y otra vez aparece el recuerdo de su madre que hizo de la tulpa –nombre que le dan sus ancestros a la cocina- y de la chagra, escenarios llenos de afecto y, sobre todo, de aprendizajes para la vida. Anastasia Chandre, poetisa okaina-uitoto del Amazonas, decía:

“En la chagra se enseña los consejos

en la chagra fue donde me enseñaron

en la chagra la abuela enseña sus saberes…”

Cuando se hace el recorrido con Aníbal por la chagra, donde está su restaurante Naturalia, uno se siente llevado por los taitas mayores; él conoce los secretos de las plantas, sus poderes curativos y las que sirven como alimento. “Todo aquí está en conexión con el cuidado de los ciclos vitales. En las crecidas de la laguna quedan sedimentos en la tierra que la enriquecen. Cada árbol es aire fresco y agua a borbotones, en sus ramas hacen sus nidos cientos de aves y por su presencia los vientos nos regalan sus cantos y los mensajes de tiempos viejos”, nos dice Aníbal, mientras nos recuerda que siempre “debemos pedir permiso” a la madre tierra por lo que de ella vamos a tomar, así pacientemente va llenando su canasto de lo que necesita esa mañana.

Dime cómo tratas a la tierra y te diré quién eres, pienso mientras camino a su lado y dejo que mi espíritu se aligere con sus palabras llenas de saberes antiguos: “Mi lectura es leer la tierra… Yo adoro mi tierra, aprendí a amar mi tierra, lo expreso en lo que sé hacer… Me da comida, le devuelvo comida. Es tan bondadosa que ella misma te da los insumos para que la abones, no tienes que comprar nada. Con el compost cuidamos la piel de la tierra y ella te llena de alimento… la papa, el maíz, ¿cuántas variedades de uno y otro hay?, los ollucos, los ajos, las habas, la lechuga, ¿qué haríamos sin la cebolla?, las moras, las calabazas, los chilacuanes. Todo fresco y sembrado con semillas nuestras”.

Vamos entrando a la tulpa. Paladeamos un tinto muy a su estilo, “bien cargadito”. “Yo con mi cocina vuelvo a la cocina de las abuelitas, al fogón, a la olla de barro, a las ocas, a los mortiños, a las arracachas, a la tierra y su sano alimento. Este es el espacio más importante en cualquier hogar. Es el sitio de reunión de la familia, aquí se conversa, se planea, se cuentan historias, se traen recuerdos, se piden consejos, se aprenden canciones y refranes de los viejos y lo más importante: aquí es donde aprendemos los secretos de la cocina.”

La cocina es bastante amplia, no es la cocina normal de una casa, ha sido adecuada para atender a los visitantes de Naturalia, pero se siente el calorcito que guarda el sentido de la palabra “hogar”. Repetimos tintico, “es que no hay como un tinto bien charladito” y me sigue contando las vueltas que dio en la vida antes de llegar a lo que siempre había estado ante sus ojos: la chagra, la tulpa, el fogón. En esa narración me pareció escuchar el eco de las palabras de Vito Apüshana:

“Hemos llegado hasta aquí: hasta los leños ardientes de tu fogón

para volver a reconocernos en los esfumados rostros del pasado.

Hemos llegado hasta el fuego de tu hogar con la sonrisa del que sabe

que sigue pisando suelo materno.

Reiniciando el relato de la crianza de los primeros abuelos”.

El evento se llevó a cabo en la casona Taminango, en la ciudad de Pasto. De entrada, rompía con los estereotipos. En lugar de un frío escenario, con atriles y micrófonos, habían dispuesto una muestra de las plantas, las hierbas y los frutos propios de la región y sobresalían dos botellas de viche Mano e Buey y Onésimo. Alexander Almeri, hermano peruano que viene liderando el proyecto Tertulias de cocina y gestor de este encuentro, fue el encargado de hacer la presentación de los invitados y de expresar el sentido fraterno y coloquial que se le quería dar: “Antes que un encuentro de preguntas es una celebración con nuestros mayores… Un chef quillacinga y un vichero afrodescendiente”. Y ellos tuvieron la palabra, resaltando las bondades de la autogestión comunitaria, poniendo al desnudo la desidia oficial que no entrega “en presupuesto” lo que les pertenece a las regiones y lo que llega es dilapidado en “proyectos” que no consultan las potencialidades del territorio, sus problemáticas y sus necesidades. Cada uno, a su manera, mostraba cómo es posible la soberanía alimentaria a partir del cuidado de la tierra y del apoyo a los emprendimientos comunitarios. Hubo tiempo para las anécdotas, para escuchar los cantos del litoral, la música de quenas, bombos y charangos y para compartir los alimentos.

Un emotivo momento fue cuando Hellen Criollo, de escasos cinco años, habló de lo que ha significado para ella compartir con su familia y sus tíos en el resguardo Refugio del Sol. En sus palabras brotaban las semillas del ejemplo de sus mayores, su respeto sagrado por la tierra: “El agua produce vida con los árboles, hace que las plantas nazcan saludables sin químicos”.

El fogón de Aníbal Criollo. Restaurante «Naturalia» en Nariño, Colombia.

Escuchar a Onésimo y a Aníbal es sentir el orgullo por sus raíces. En ambos aflora la generosidad, el deseo de compartir lo que tienen y lo que saben. Aníbal lo resume con la palabra “mindala”, palabra indígena que significa construcción colectiva del pensamiento, compartir experiencias con otros y ayuda mutua: “No guardarse nada, dar y dar para que la comunidad mejore… cuando viajo me voy cargado de libros para regalar… es un trueque que nace del afecto… regreso siempre lleno de aprendizajes y del cariño que me han prodigado”. De nuevo en El Encano, corregimiento donde queda la laguna de La Cocha, tengo la oportunidad de seguir conversando con Aníbal: “Me dan tristeza muchas cosas de mi país. El PAE es una vergüenza. La manera como se trata en la alimentación a los niños habla de la mezquindad de nuestros políticos. En lo personal me siento realizado, pero quiero comunicarle esto a más gente. Quiero tener mi escuela chagra de cocina, que mis alumnos vengan y se unten, que conozcan lo que podemos aprovechar de la tierra, sin dañarla”.

Estos viajes a la Colombia profunda me devuelven recargado, no solo de vientos límpidos, de orgullo por esta familia colorida que somos, de esa riqueza diversa que entrelaza los territorios; vengo recargado de la calidez de nuestra gente, de su empuje y creatividad para seguir cuidando nuestra morada común, del gozo esperanzador que se siente en sus rituales y en sus tradiciones. Estos maestros de la tierra, sus sembrados, sus hierbas, sus sabores, sus cañas y sus elíxires nos pueden dar pistas para que la escuela deje de dar vueltas, con tantas disciplinas y tantos discursos en la nebulosa, y se centre en proyectos prácticos para la vida, “aprender haciendo”, resolviendo problemas reales de las comunidades. En palabras de Luis Calpa:

“…Reivindicar la fiesta y la cultura, valorar la autogestión… son posibles las microrrevoluciones de la vida cotidiana, lo pequeño es hermoso, la vida de don Onésimo, Rosa Miriam… piensen con el compromiso, que empieza por el consumo. Aprendamos de Nariño”.

Cierro con un mantra que traigo del sur: “Celebramos, agradecemos y compartimos”, y con un dicho que retrata nuestro ánimo jocoso, forma sana de enfrentar las adversidades: “Sin negro no hay guaguancó y sin indio no hay guaguancuy”.

Nació en Armenia, Quindío. Licenciado en Ciencias Sociales y Especializado en Derechos Humanos en la Universidad de Santo Tomás. 30 años como profesor y rector rural. Fue elegido como mejor rector de Colombia en 2016 por la Fundación Compartir. Su propuesta innovadora en el colegio rural María Auxiliadora de La Cumbre, Valle del Cauca es un referente en Colombia y el mundo.

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