Lo que jamás ha ocurrido no envejece nunca (Friedrich Von Schiller)
Mi madre es diestra en todos los sentidos. Vino al mundo con una sola mano, pero es más hábil que yo que tengo mis dos manos sanas. Su mano derecha suple con eficacia la ausencia de la izquierda, que no se le alcanzó a desarrollar y tiene la apariencia de una mandarina pequeña. Con esta última sostiene las cosas, ya sea presionándolas contra alguna superficie o flexionando el brazo para asirlas con la parte interna de la articulación.
Entre los temores que rondaron mi adolescencia estuvo el que alguno de mis hijos naciera con una sola mano. Un temor que aunque duró muy poco, bien supo compensar el hecho de su brevedad con la violencia de su aparición. Un temor respaldado por las leyes de la herencia de Mendel y el hecho de pasar por alto que en el caso de mi madre habían obrado de manera exclusiva causas ambientales: ella misma descartó que lo suyo fuera hereditario al contarnos de un medicamento que su madre tomó estando embarazada. Aun así, el sesgo de vanidad juvenil que alimentaba mi preocupación y me hacía pensar en la apariencia física que tendrían mis hijos, me llevó, en primer lugar, a negarme a dejar descendencia y, en segundo, a iniciar una seria investigación.
El nombre con el que di, tras leer varios volúmenes de medicina, es complejo, en el mismo sentido en que lo es toda ausencia, y dista de esa bolita de carne que remata el antebrazo izquierdo de mi madre y encanta a los niños: Simbraquidactilia. Un síndrome relacionado con problemas en los botones de formación de la mano durante la quinta semana de gestación. Sus causas se desconocen, no así la variedad de formas en que se presenta y que comprende desde la ausencia de uno hasta el total de los dedos.
Este último es el caso de mi madre, y ese “no tener” no es fácil de denominar. Los más cercanos emplean la palabra “mocho” para referirse a su extremidad, llamándola a ella, en consecuencia, “mochita”. Pero esta expresión, más allá de la intención cariñosa de quienes la emplean, es inexacta, pues sugiere los vestigios de algo que ya estuvo y por accidente o voluntad fue quitado de su lugar. La mano de mi madre, en cambio, nunca existió y en ese sentido no es posible hablar de ausencia, a no ser por la certeza de que venimos al mundo con dos manos y ella solo trajo una, o por la posibilidad de imaginar, a partir de su mano derecha, cómo hubiera podido ser la izquierda.
Prefiero pensar que su mano siempre ha estado ahí, en perfecto estado de latencia, como una flor que no ha querido abrirse y espera un hecho fortuito o programado que motive su aparición.
En vista de su destreza, más de una vez me di a la tarea de hacerlo todo con las dos manos. Dar protagonismo a la izquierda era mi manera de compensar esa inherente torpeza que en mí tomaba la forma de una discapacidad. Aun así, pese a usar ambas manos, había en las cosas que hacía tal imperfección que por lo mismo podía decir que no tenía mayor destreza, o que esta consistía en dejar caerlo todo o excederme en la presión que se requería para asir algo.
La primera vez que usé con exclusividad mi mano izquierda lo hice por cuenta propia. Me vendé la derecha en el colegio simulando una lesión, a sabiendas de que ese día teníamos clase de arte. Mi boceto de la botella que puso sobre la mesa el profesor fue un desastre. Con la escritura no me fue mejor: mis cuadernos parecían electrocardiogramas. La segunda vez lo hice movido por un amigo pintor que me recomendó ese ejercicio para desarrollar de forma armónica los dos hemisferios del cerebro. En su estudio, improvisado en un cuarto de alquiler, mi amigo había pintado detrás de la puerta una mano con un ojo abierto en la palma. Me dijo que era la mano de Fátima, su amuleto personal. Saberlo me hizo pensar que la mano que le falta a mi madre podía, al igual que aquella mano, ser mi talismán, estar en todas partes, moviendo mecanismos e hilos invisibles para que las cosas estén siempre a mi favor, incluso cuando ella me falte. Otras veces imaginé que esos hilos conectaban directamente con mi espalda, asegurándome, como el hilo de Ariadna, la manera de salir airoso de cualquier laberinto.
Mi madre es sexta de once hermanos —todos ellos con sus extremidades completas y ninguna de sobra— que migraron a Cartagena con sus padres desde Villanueva, Bolívar, a mediados de los cincuenta. Cuando mi abuela murió, ella, que tenía apenas dieciséis años, se puso con su hermana mayor al frente del resto de hermanos para que estudiaran y salieran adelante. Por ello no alcanzó a estudiar, pero escribe con corrección, recita de memoria al Indio Duarte, a Ramos Carrión y a Machado, y recuerda muchos de los poemas que escribió mi abuelo.
Las veces que la nostalgia la hacía hablar de aquello, y a través de sus palabras cobraban vida las imágenes de las viejas calles del Centro que yo había visto en la Fototeca Histórica, inútilmente intentaba imaginarla en su etapa adolescente. A falta de fotografías que pudieran mostrármela a esa edad, ponía en mitad de su relato la imagen que ella tenía al momento de narrarlo. Cualquier imagen suya de juventud era entonces una cosa negada, como su propia mano izquierda. Lo más cercano era la foto de su antigua cédula. En ella debía rondar los treinta años, llevaba el cabello corto y una especie de bandana a la altura de la frente que le daba un aire de gitana. Debajo de su nombre, sobre un rótulo que decía “señales”, erróneamente habían escrito “Malformación congénita mano derecha”. Erróneamente también, al consignar sus datos, le pusieron su apellido de casada y ese pequeño detalle hizo que le negaran la pensión de jubilación de mi abuelo, que todavía se heredaba y ella por su condición y sacrificio debía recibir.
Años después, en una época en que las cosas empezaron a andar mal en casa, mi madre descubrió en la terraza un muñeco de tela de los que se usan para hacer maleficios. Al muñeco le faltaba un brazo y tenía un rostro extraño que ella describió como “la cara de un cerdo”. Sin perder tiempo lo arrojó a la calle. Cuando mi hermana mayor se enteró, supersticiosa como es, le recordó a mi madre que esas cosas debían tomarse siempre con la mano izquierda. Mi madre, entre consternada y burlesca, blandió en el aire su mano inexistente, antes de responderle que lo había empujado con el pie.
En fecha reciente, una señora con la que de manera casual trabé conversación en un café, juró conocerla de niña. Me la describió como una muchacha esbelta, de cabello azabache, largo hasta la cintura, que no se separaba nunca de su hermana. Confesó admirarla y, más tarde, sin que yo le anticipara nada, se refirió a su mano. Lo que dijo me hizo pensar en el escultor Rodin, que optó por el inacabamiento en sus obras, y en la Ménade de Scopas y esas grandes esculturas que el tiempo nos devolvió incompletas, pero por ello mismo dotadas de gran fuerza expresiva.
Dijo que esa ausencia no le restaba belleza, pero que tampoco en caso de tenerla se la habría agregado. Yo pasé por alto el dilema que la mujer planteaba y reparando en mis manos, que delatan ya el paso del tiempo, pensé en la mano que le falta a mi madre, y en que lo que no ha ocurrido no envejece nunca, como ese capullo que no ha querido abrirse y por lo mismo no podrá dar cuenta de lo rápido que se marchita una flor.