La visita había terminado. En la televisión las primeras imágenes de una fiesta popular se entrecruzaban con los diversos puntos de vista sobre la desaparición física del patriarca. Un eco lejano del barullo nos llevó a incorporarnos de golpe.
Atravesamos la calle sin prisa para dirigirnos al metro mientras mirábamos a lo lejos pasar pequeños grupos de personas por la avenida Vicuña Mackenna rumbo a la Plaza Italia. A esas alturas ya sabíamos que en Santiago todo lo que sea objeto de interés para la gente chilena termina allí, frente al edificio con forma de celular antiguo y con la alegría de juerga sobre las ancas, el cuello o sujetando las patas del caballo que monta impávido el general Baquedano.
Los dos nombres correspondían a los alias que Augusto Pinochet había usado para malversar y apropiarse de dineros pertenecientes al erario público en su beneficio
En aquella época subir a los trenes del metro en Santiago te permitía, en no pocas circunstancias, tomar el pulso de lo que sucedía en la ciudad. Tiempos inolvidables en los que en hora valle podías hasta leer un tabloide perfectamente acomodado y se sabía poco de rufianes que abusaran de las usuarias del servicio. Así mismo te quedaba claro cuando había clásico futbolero y demás.
Ese domingo, 10 de diciembre del 2006, el tren viajaba anormalmente vacío, por los parlantes apenas se escuchaba la información sobre las estaciones y uno que otro fragmento de los mensajes en clave para los trabajadores. El tránsito de la línea cinco a la uno fue expedito, el cambio entre líneas también. Que la gente caminara como si fuera horario punta era ya otro síntoma de lo sucedido. Hacia las 14:15 horas había muerto a los 91 años en la sede del hospital militar Augusto Pinochet Ugarte, el dictador que por 17 años encabezóuna de las dictaduras más sangrientas en el Cono Sur, con más de 40.000 víctimas y gravísimas violaciones a los Derechos Humanos en su haber.
En cuestión de minutos cruzamos las cinco estaciones entre Baquedano y Los Héroes. Al salir de la estación, el cierre parcial de los accesos indicaba de nuevo que algo sucedía. En la calle, lo primero que percibimos fue el calor intenso. Un río de fuego se extendía por el bandejón central de la Alameda del poniente al oriente y los helicópteros de la policía de carabineros sobrevolaban en la misma dirección. Una turba enardecida que trataba de avanzar hasta el Palacio de la Moneda, se enfrentaba a unidades antimotines.
No es extraño que el personaje en cuestión y sus correligionarios me evocaran la situación que viví en Chile
Cuando llegamos a casa las noticias mostraban los enfrentamientos entre los manifestantes y carabineros. Muchos festejaban. Según algunos personeros se trataba de la “alegría de las víctimas”. Otros lloraban. Una parte porque había muerto el “salvador de la patria”, la otra porque el tirano se había ido burlándose y engañando al conjunto de la nación.
Como es costumbre la noticia se prolongó por varios días. Las tensiones asociadas a la figura del general ocasionaron intercambios de todos los calibres entre diversos sectores de la sociedad chilena. “Patriotismo casposo” llamó el juez Baltasar Garzón al delirio que se produjo entre sectores de la sociedad chilena cuando hizo arrestar a Pinochet en la London Clinic británica. Ese mismo delirio se hizo presente cuando murió el autócrata. Desde los que reclamaban funerales de Estado para el difunto hasta los que pedían la construcción de un mausoleo en la Escuela Militar Libertador Bernardo O’Higgins. El asunto se saldó con unas honras fúnebres reservadas para los comandantes en jefe del ejército.
Yo por aquellos días cursaba estudios de Sociología en Santiago. El caso Pinochet fue objeto de largas conversaciones en las aulas universitarias. Para la mayoría de demócratas la muerte del dictador era una derrota de la justicia porque se había ido sin pagar un día de prisión siendo responsable de genocidio. Maldecían al Gobierno de turno que movió cielo y tierra para que no fuera extraditado a España. Años más tarde se sabría que no solo burló a la justicia en las múltiples causas de violación a los Derechos Humanos, pues un tal José Ramón Ugarte o Daniel López era poseedor de cuentas estimadas en más de veinte millones de dólares en el Riggs Bank. Los dos nombres correspondían a los alias que Augusto Pinochet había usado para malversar y apropiarse de dineros pertenecientes al erario público en su beneficio.
El pasado cuatro de agosto me enteré por redes sociales de la medida cautelar de detención domiciliaria emitida por la Corte Suprema de Justicia de Colombia en contra del expresidente Álvaro Uribe Vélez, actual senador de la república y jefe máximo del partido Centro Democrático. Según los medios, en un auto judicial de 1.554 páginas, el máximo tribunal colombiano señaló por unanimidad con “pelos y señales” las causas de su actuación.
No es extraño que el personaje en cuestión y sus correligionarios me evocaran la situación que viví en Chile. El caso Uribe exacerbó aquel “patriotismo casposo”, mencionado por Baltazar Garzón, puesto que el presidente de Colombia en ejercicio, desconociendo la división de poderes y el funcionamiento de un Estado de Derecho, exculpó al detenido. El delirio de cientos de fans y copartidarios del reo pidiendo la libertad de Uribe y la convocatoria de una Constituyente con el objetivo principal de crear una justicia a la medida del expresidente.
Mientras escribo estas líneas, y después de haber seguido con atención múltiples pronunciamientos respecto al caso Uribe, pienso que los demócratas colombianos no deben cantar victoria. Aún queda mucho. La medida de aseguramiento es por un caso menor. Queda pendiente un largo prontuario que involucra gravísimos delitos e infracciones al Derecho Internacional de los Derechos Humanos. Al Capone, responsable de decenas de asesinatos, sólo fue condenado por evasión de impuestos.
Ojalá la sociedad colombiana no tenga que reeditar una versión local de lo ocurrido con Pinochet. El verdugo de miles de chilenas y chilenos se levantó, apenas llegó a territorio de Chile, de la silla de ruedas que empleaba en la clínica londinense. “No me acuerdo, pero no es cierto, y si fue cierto, no me acuerdo”, repitió una y otra vez el dictador ante el único tribunal de justicia que lo emplazó.