Arce y Choquehuanca ganaron arrasando en primera vuelta. También en primera ganó la dupla Fernández – Fernández en Argentina. Estos dos ejemplos del retorno de los gobiernos progresistas en Latinoamérica muestran que los pueblos que han conocido una alternativa diferente de nación, no la olvidan. Muestran también que justificar un discurso de despojo hecho a nombre del progreso es cada vez más difícil, pero también hay que leer entre líneas; todo lo anterior no es un proceso lineal e irreversible y tampoco se está descubriendo nada nuevo.
La mecánica electoral tiene lecturas diferentes según desde qué tópicos se aborde. Los tiempos han cambiado y los discursos de sus sectores en disputa también. La riqueza ideológica de otros tiempos ha ido variando. Hace años era fácil reconocer entre los diferentes discursos cuál era el origen filosófico de cada uno. Se diferenciaba con más claridad el liberalismo clásico del conservadurismo, que a su vez también guardaba prudente distancia con las ideas ultraconservadoras ligadas principalmente a una visión más confesional de la realidad.
La izquierda por su parte, siempre estuvo compuesta por una serie de matices que muchas veces chocaron de manera irreconciliable; o terminaron dando por tierra con los intentos de construcción unitaria de los años 70 y 80 en casi todos los países latinoamericanos. Solo en muy pocos casos, como el Frente Amplio de Uruguay, se logró sostener la unidad programática a pesar de dichas diferencias.
Para las elecciones de 2015, cuando el progresismo perdió, Macri le ganó a Scioli en Argentina con un poco más de un punto de ventaja. En 2019 en Uruguay, el Frente Amplio perdió las elecciones por 1,3 puntos de Luis Lacalle Pou sobre Daniel Martínez.
De finales de los 90 a mediados de los 2000, la realidad cambió y la desaparición del campo socialista dejó al descubierto la verdadera esencia de la derecha económica, encabezada por Estados Unidos y Europa. Ya no era necesario disfrazar de social el sistema económico y el neoliberalismo tuvo pista despejada para levantar vuelo. Los Estados pasaron a ser aparatos funcionales del mercado y la disputa encarnizada ya no era entre los dos modelos, sino que “los vencedores” se trenzaron en dura batalla por la repartija del botín obtenido.
Como es costumbre, África y Latinoamérica fueron los grandes laboratorios en donde se probaron las nuevas posibilidades. Ya Chile venía siendo el hijo preferido de la Tatcher y Reagan con la herencia dejada por Pinochet, que ya no gobernaba, pero dejó un país estructurado a su imagen y semejanza.
Como resultado de ese ensayo neoliberal descontrolado, Argentina vio nacer el nuevo milenio entrando en una crisis que llevó su población al abismo, arrastrando a la de Uruguay con ella. Al mismo tiempo se venían desarrollando otra serie de proyectos alternativos que tomaban fuerza en el continente y ofrecieron un camino diferente, hasta que en algún momento la mayoría de países de Suramérica lograron consolidar un fuerte bloque progresista.
Los dueños del poder no podían asistir solamente como espectadores a la instalación del progresismo en el continente, y actuaron generando un escenario de ataque mediático sin tregua; movieron todo a su alcance para desvirtuar el progresismo. Los mecanismos fueron desde el golpe parlamentario como en Brasil o Paraguay, hasta el golpe militar maquillado como en Honduras o Bolivia, pasando por las operaciones de lawfare de Argentina o Ecuador, o todo lo anterior al mismo tiempo.
Finalmente, los gobiernos progresistas fueron cayendo poco a poco. Para las elecciones de 2015, cuando el progresismo perdió, Macri le ganó a Scioli en Argentina con un poco más de un punto de ventaja. En 2019 en Uruguay, el Frente Amplio perdió las elecciones por 1,3 puntos de Luis Lacalle Pou sobre Daniel Martínez.
Este nuevo panorama ha generado en la región una diferenciación mucho más clara de los proyectos de nación en la disputa electoral. El progresismo que gobernó y que a pesar de perder las elecciones o haber sido arrojado de la presidencia se mantuvo como proyecto, contra una derecha más abiertamente neoliberal con unos matices también más abiertamente fascistoides.
Ahora es posible ver cómo ese proyecto neoliberal comparte toldas con expresiones nostálgicas de las dictaduras del Plan Cóndor, partidos militaristas y grupos neonazis y xenófobos. De otro lado, la derecha liberal ha sido la gran sacrificada en términos de presencia ideológica en el terreno electoral, pues ha terminado cooptada por alguno de los dos proyectos, dependiendo de qué tan derecha o qué tan liberal hubiese sido.
De otro lado, los parámetros éticos del ejercicio del Estado también se han visto afectados por esta disputa del poder. La población ha asistido a una especie de naturalización del modo de gobierno de la derecha neoliberal. Actos francos de corrupción son vistos como parte inherente de su ejercicio de gobierno, mientras que las acusaciones por corrupción (reales o inventadas) de algún gobernante de izquierda son medidas con otra regla.
La derecha puede ganar por un punto o incluso por menos, pero la izquierda no.
Esto en la práctica termina introduciendo elementos adicionales al debate electoral, ya que lo que se preparaba en Bolivia el pasado 18 de octubre era otro golpe de Estado, claro, abierto, sin el menor intento de ser disimulado. El Gobierno de Áñez desplegó las fuerzas militares y policiales mientras decidió a última hora que no se harían reportes parciales del conteo de votos, sino un solo pronunciamiento oficial al finalizar el conteo y varios de los veedores internacionales fueron retenidos sin motivo alguno durante la jornada.
Si la diferencia electoral en Bolivia no hubiese sido tan abrumadora, es innegable que el gobierno de Áñez hubiese intervenido los resultados para presionar una segunda vuelta, donde habría sido aún más fácil imponer una victoria de Carlos Mesa. Lo más complicado de todo es que esto hubiese ocurrido en completa impunidad. El mundo habría visto cómo se daba un golpe de Estado por vía “electoral”.
Es decir, la derecha puede ganar por un punto o incluso por menos, pero la izquierda no. Acababa de ocurrir el golpe de Estado en Bolivia en 2019 cuando se realizaron las elecciones en Uruguay; si la victoria no hubiese sido para Lacalle, sino que Daniel Martínez hubiese ganado por menos de dos puntos, se habría gritado a voz en cuello que el Gobierno del Frente Amplio manipuló los resultados para ganar. Algunos sectores ya estaban preparando el terreno para salir a denunciar el fraude.
Entonces, para que el triunfo de la izquierda sea considerado legítimo, debe haber una diferencia sustancial, indiscutible. El margen de credibilidad opera solo cuando la diferencia mínima favorece al neoliberalismo. En la práctica, ya no basta con ganar bajo las reglas comunes, ahora, si no se gana por goleada, es como si se perdiera.