“… lo que hay que renovar, una vez más, en estos momentos
dramáticos, no es otra cosa que nuestra fe, nuestra confianza,
tanto en la escuela como en nuestra función de profesores y profesoras”. (Jorge Larrosa)
En el 2018 uno de los asistentes a la Conferencia Iberoamericana sobre los ODS (Objetivos del Desarrollo Sostenible), en Salamanca, propugnaba por una especie de paraíso de la escuela en la virtualidad. Un sistema educativo en el que los niños, con un dispositivo electrónico y acceso a Internet, podían aprender solos. En ese modelo educativo los profesores no tendrían que enseñar, sino hacer las preguntas adecuadas. Después, sin mediación de un adulto, los niños se organizarían e iniciarían su proceso de búsqueda y podrían hallar las respuestas. No sabíamos, en ese momento, que la pandemia nos daría la oportunidad de vivir en carne propia dicho experimento y sopesar sus bondades y carencias.
No podemos volver a las clases presenciales sin mirar hacia atrás y recoger las lecciones que nos ha dejado la educación en la virtualidad y la educación en la alternancia. ¿Qué de aquello que hacíamos antes del confinamiento debemos conservar y qué debemos transformar con relación a las experiencias recogidas en este período de educación remota?
Podemos cuestionar al profesor Sugata Mitra que en la Conferencia de Salamanca postulara un sistema educativo en el que los niños resuelven todo con su conexión a las redes. ¿Y la mediación de los docentes? ¿Quién supervisa el tipo de contenidos a los que deben acceder los niños? ¿Dónde quedan los propósitos formativos en una educación que no plantea espacios de puestas en común? ¿En qué momento se brindan lecturas e interrogantes que propicien el pensamiento crítico? Estudiantes y profesores nos vimos constreñidos a aprender un mejor uso de las herramientas tecnológicas y de multiplicidad de aplicaciones que pueden favorecer el asunto de los aprendizajes en la escuela y podemos afirmar con certeza: sí, a los dispositivos electrónicos, imprescindible la conectividad, pero lo que configura el acto educativo es la mediación de los maestros, son los espacios de encuentro, de conversación, de diálogo y de oposición de ideas que posibilita la escuela. Abandonamos la estigmatización que otrora muchos educadores tenían del uso de recursos tecnológicos en la escuela. Como el maestro que guardó los computadores que les envió el MEN para no tener que vérselas con el “descontrol” que esto le traería en sus clases.
Tener que buscar cualquier tipo de recursos para “llegar a nuestros estudiantes”; ver con tristeza la brecha social que se amplió con el abandono que muchos estudiantes sintieron en este largo período; y comprobar que el mundo transita a velocidades insospechadas por autopistas de la información nos obliga a darle un cambio drástico a nuestros modelos educativos. Volvemos, como afirma Mercedes Mateo, a una escuela enriquecida y polifuncional: “… un nuevo espacio en el que nos hemos abierto mentalmente a la posibilidad de que la educación puede pasar desde cualquier lugar, en diferentes tiempos (de forma asincrónica) y adaptándose a las necesidades y ritmos de cada estudiante”. Una escuela que, especialmente en los sectores más vulnerables, es espacio de alimentación, de vacunación, de recreación, de asistencia psicológica y hasta de uso de Internet. Por esto, ella misma advierte el enorme compromiso que tenemos en nuestras manos: dar y darnos en lo que sabemos o seguir ahondando en el mar de carencias con los que se estafa a los más pobres: “… es muy posible que, dentro de unos años, la educación sea la cicatriz más profunda y duradera que nos haya dejado el virus”.
No podemos regresar a “dar más de lo mismo”. Con una experiencia sin precedentes tenemos la oportunidad de reinventar nuestros planes de estudio, hacer transversal las competencias digitales e impulsar las innovaciones en prácticas pedagógicas que nos dejó la pandemia: los saberes de los grupos familiares, el manejo de recursos audiovisuales para compartir espacios haciendo artesanías, danzando, interpretando música, resolviendo juegos matemáticos, melodramas, propuestas en el manejo de los residuos sólidos, proyectos de cultivos en casa y los clubes de cocina donde afloraron conocimientos ancestrales y compitieron con las bondades de la cocina moderna. ¿Cómo abandonar esta manera de aprender haciendo, de aprender juntos, de volver a la imagen del aprendiz que sigue los pasos del adulto? ¿Volver a encerrarnos en cuatro paredes y que el maestro siga “dictando” catedra? No, no es posible.
Los niños han regresado ávidos a la escuela, pero ávidos de encontrarse con sus compañeros y amigos, de poder abrazarse, conversar, de ser escuchados y de correr juntos por los espacios abiertos. Vienen anhelosos de aprender haciendo, de experimentar, investigar y encontrarle sentido en la vida práctica a sus aprendizajes. Distintos imaginarios han deteriorado esa capacidad de reinventarnos que tenemos los maestros: como es responsabilidad del Estado sentémonos a esperar a que llegue la respuesta oficial o, peor aún, como en el cuento “Las ranas en la nata” de Jorge Bucay, nos volvemos como la rana que se echa al dolor y espera pacientemente lo peor. Un directivo docente debe transmitir ese sentimiento de corresponsabilidad que trae consigo el ser maestros, una vocación que no admite egoísmos, una labor en la que se cuida el tejido social y se es mensajero de una visión de mundo que impacta a niños y padres de familia. Si el directivo docente se sienta a lamentarse con los maestros y a esperar que le lleguen soluciones del gobierno, podemos imaginar lo que ocurrirá en la escuela.
Si algo nos enseñó este duro período es que las apuestas pedagógicas exitosas estuvieron de la mano de directivos docentes y maestros que se la jugaron, fueron creativos, propositivos y, en muchos casos, disruptivos. Por ejemplo, fueron puerta a puerta, en moto o en mula si era necesario, a entregar las guías de trabajo a sus estudiantes, preguntaban por su salud emocional y buscaban la manera de solucionar sus problemas de desconexión. ¿Pueden seguir las escuelas como parcelas donde cada maestro hace “lo suyo”, es decir seguir en la segmentación del conocimiento? Sería una actitud irresponsable. O, ¿será mejor una propuesta pedagógica que genere conocimiento a partir de los problemas propios de la escuela y de su contexto? ¿Quién puede lograr que estos vientos huracanados se conviertan en cosechas pedagógicas para las comunidades?
Carlos Skliar nos recuerda que “… educar tiene que ver con aprender a cuidar el mundo para que no se acabe, sí, pero también con aprender a cuidarse de ciertos aspectos del mundo para que no se extinga lo humano”. La educación como acontecimiento ético, recogida en su libro por Bárcena y Mélich, como espacio privilegiado para la socialización, la convivencia, los principios éticos, y además para interiorizar actitudes de defensa de la vida y del cuidado del planeta. La escuela como laboratorio para la vida. En nuestras manos, como directivos docentes, está que no sea un hervidero de resentimientos, de celos profesionales, de visitas oficiales artificiosas y de esfuerzos aislados. La experiencia del confinamiento nos hizo reflexionar sobre el ritmo frenético en el que nos habíamos sumido por cuenta del consumismo, de la hiperconectividad sin sentido, de la sociedad espectáculo que atizaba la competencia y celebraba el éxito, sin importar los medios para alcanzarlo, del aplauso colectivo a la trampa y el silencio cómplice frente a la corrupción.
Regresar a las aulas es regresar a la pausa, a repensar el mundo, a hacernos responsables de lo que sucede a nuestro alrededor, a recuperar la escuela del encuentro cotidiano, del saludo, del maestro apasionado con lo que hace, del directivo docente que predica con el ejemplo, saluda, sabe el nombre de sus estudiantes, les pregunta por qué no vinieron el día anterior a clases, permanece en su institución y su oficina es de puertas abiertas. Un directivo docente que genera espacios de confianza y de reflexión, que no asume los problemas de su institución solo, sino que los comparte con su equipo de maestros para encontrarles solución, un directivo que gestiona ante los entes oficiales, toca puertas en el sector privado, compromete a sus familias, es un directivo que sabe la importancia de la escuela como espacio de transformación.
Estamos con la presencialidad; si algo nos dejó en claro estos 17 meses de contingencias es ver en la escuela un espacio donde se comparte un desayuno, un almuerzo, la mirada, la palabra, el abrazo, el afecto que abre ventanas al mundo.
Como directivos, como maestros, solo nos queda, como diría Elsa Bornemann, tender puentes para encontrarnos, preservar lo humano y salvar la vida. En palabras de Carlos Bousoño:
“Llevemos
sin parsimonia nuestra comisión delicada.
Pongamos
más allá de nosotros, a salvo de la corrupción de la vida,
nuestro lenguaje, nuestros usos, nuestros vestidos,
la corneta del niño, el delicado juego sonoro,
la muñeca, el trompo, la casa”.