Sin premeditación ni cálculo, las palabras que se van formando en fila en esta serie parecen querer ordenarse y contarme algo por sí mismas. Es posible que en un acto inconsciente mi cerebro haya dicho “fetiche” “sempiterno” e “inefable” como gritando algo que necesita ser explicado. O no. También puede ser que una palabra surja como mantra para invocar aquello que necesito recordar cada cierto tiempo. Tal es el caso que nos ocupa hoy.
Episodio 4 – Esperanza
Confianza en lograr una cosa o de que se realice algo que se desea.
“A Costa da Morte, más que un lugar es un estado de ánimo”. Con esta frase tan poética de Gonzalo Torrente Ballester comienza el documental El mundo más allá del fin del mundo de TVE. Una producción que dedica buena parte de su tiempo a mostrar las olas furiosas del océano Atlántico golpeando contra los acantilados, las rocas inmensas sobresaliendo amenazantes y el vértigo incontenible desde cualquier ángulo. En la esquina del mundo que retrata aquel documental se han contabilizado tantos naufragios que las leyendas se refieren a él como el Mar de la Tinieblas, ese océano Atlántico mare Tenebrarum, esa furia de sal y agua que no para de moverse. ¿Quién quiere asomarse a un acantilado que promete poner fin al camino? Asusta, impone, marea, pero, sobre todo, estremece. Es como si la naturaleza en su estado más salvaje te obligara a bajar la mirada para recordarte lo diminuto que eres.
No conozco el norte de Galicia ni he estado en Finisterre, pero sí sé describir ese estado de ánimo al que se refiere Torrente Ballester, porque yo misma lo he experimentado en una playa del Chocó, frente al Pacífico colombiano. Cierras los ojos y no hay silencio. Las olas pueden llegar a gritar y los sonidos de los animales en sus mil formas, colores y tamaños te recuerdan que eres parte de un universo en continuo movimiento. No eres el epicentro de nada. Estás ahí como un elemento más del paisaje y por momentos sientes que puede engullirte.
Esta semana aquellas imágenes de la Costa de la Muerte gallega me devolvieron parte de la pasión que necesitaba para enfrentarme al papel en blanco. No es fácil. Te mueves entre las turbulentas aguas de la vida cotidiana y necesitas evadirte de tanto ruido, de tanta frustración. Abres el diario: no sabes si avanzar entre los titulares más urgentes o entretenerte con los contenidos más inofensivos. Te das cuenta de que hay científicos jugando al tiro al blanco contra un asteroide en lo que parece un homenaje a la película Armaggedon; descubres que hay jugadores de ajedrez capaces de meterse un dispositivo vibrador en el ano para hacer trampas y luego lees que todo es tan pero tan relativo que ya se está poniendo en duda el concepto de mujer.
Poco a poco te vas consumiendo sin mucho entusiasmo pensando que la esperanza es una ilusión inútil, pero recuerdas esa sensación tan intensa frente a un mar embravecido cuando te descubrías insignificante y, al mismo tiempo, absolutamente viva. Incluso en aquellos momentos en los que tu mente parece pesar más que tu cuerpo, cuando no encuentras ancla que te ayude a poner claridad a tus ideas, siempre surge alguien de entre la bruma para recordarte que todavía queda un largo trecho por recorrer y te aferras a esa certeza como a un salvavidas. Porque la promesa de seguir luchando, a pesar de la desconfianza y el agotamiento, sigue estando en esa contradicción que propone la naturaleza en rincones tan imponentes como la Costa da Morte. Cada golpe de las olas furiosas parece repetirnos que la muerte, sobre todo cuando es inesperada, nos empuja a saborear la vida con todas sus incongruencias, que no hay pérdida de tiempo que valga, que no hay tarea más urgente que la de respirar con ganas.
Vuelvo una y otra vez sobre la idea del estremecimiento como una necesidad vital y encuentro en el arte una excusa perfecta para dejarme llevar por el vértigo. Solo un año antes de morir, Van Gogh pintó hasta seis versiones de aquello que veía desde su ventana en el hospital psiquiátrico en el que estaba recluido. De esa obra que más que un paisaje parece una liberación del alma, nos quedó La noche estrellada en un despliegue de tonos azules hipnóticos. Un cielo con trazos circulares en continuo movimiento como aquellas olas que golpean incesantemente en Finisterre. La vida que gira y gira sin detenerse. La pequeña gran sensación de esperanza que nos negamos a apagar.