Tengo que decir que escribo esta columna con un profundo sentimiento de asco, de dolor e impotencia. Que agradezco a mi profesión y a espacios como este la oportunidad de expresarme en mi rol analítico-crítico de periodista y, en días como hoy, como yo. Como mujer colombiana. En los últimos días, mujeres cercanas a mí han llegado a contarme experiencias de violencia sexual de las cuales han sido víctimas sin ni siquiera poder reconocer que lo fueron. Con tristeza reconozco que mis amigas, mi entorno más cercano de mujeres y yo, hemos normalizado no solo vivir con miedo, sino justificar actos de abuso de amigos, novios o desconocidos. El núcleo duro del machismo en el que crecimos nos dice que, si algo nos pasa, es culpa nuestra. Por estar con copas encima, por vestirnos de cierta forma o por no habernos resistido con más fuerza. Por estar solas, por confiar o simplemente porque los hombres aún no entienden que no es no.
¿Cómo es posible que aún no entendamos la gravedad de que las mujeres vivamos con permanente miedo? Nadie está exagerando y ojalá que se hablara mucho más de esto. Que incomode de verdad. Las cifras de violencia de género, aunque aterradoras, realmente pasan con ligereza ante nuestros ojos hasta que uno de esos casos “te toca” a ti. En el 2020 se notificaron casi 8.000 casos de violencia sexual en Bogotá, y el 73.3% fueron ¡hacia niñas o adolescentes! Un 9.5% más que en el 2019. Cada año aumenta esta cifra. Así que no, no estamos mejorando, todo lo contrario. Por cada cuatro mujeres agredidas, violentan a un hombre. Una relación cuatro a uno. Lo de las mujeres es sistemático. Y esto es sin hablar de las cifras a nivel nacional que están estrechamente asociadas al conflicto armado. Porque en Colombia las mujeres han sido instrumentos de guerra a lo largo de la historia. Porque ni siquiera somos dueñas de nuestros propios cuerpos.
Estamos tan acostumbradas a vivir en peligro que consideramos “normales” que nos toquen sin permiso, que nos acosen en la calle, en el bus o en el trabajo, como si fueran “gajes del oficio”, el pan de cada día. De hecho, según el Centro de Derechos Reproductivos, no hay coherencia de información de datos de mujeres víctimas de violencia sexual en América Latina. No solo porque la mayoría de veces las víctimas no denuncian por miedo a la revictimización, o porque creen que habrá impunidad o porque están amenazadas por su agresor, sino porque las cifras oficiales de los sectores de Salud y Justicia ni siquiera coinciden. Aun con una realidad tan grave como la que los números evidencian, el subregistro es de más del 86% en México y Colombia. El alcance de las violencias machistas, lo que realmente sucede, trasciende significativamente los datos registrados. Así que la realidad que desconocemos es mucho peor.
Y es que la revictimización en casos de violaciones o de cualquier otra violencia sexual en mujeres es cotidiana porque consideramos esas agresiones como un episodio más que sufrimos por haber nacido mujeres. Si evitamos estar en el lugar equivocado, con el hombre equivocado y la ropa “mostrona” con la que “provocamos” seguramente estaremos a salvo. Nos tienen acostumbradas. Hoy escribo con dolor, impotencia y rabia por haberme callado y normalizado tantas violencias machistas. Por ver en los ojos de mis amigas el dolor de haber sido víctimas de una agresión sin saber ni siquiera que lo eran o justificando siempre al hombre.
Pese a que pertenezco a un pequeño porcentaje de la población colombiana que puede acceder a educación de calidad, que puede sentirse segura, que puede aspirar a desarrollar su vida con libertad, siempre seré mujer. Que en cualquier parte del mundo es casi una sentencia a vivir con miedo. ¿Por qué no me gusta caminar sola?, ¿por qué salgo siempre con amigos hombres? ¿por qué soy tan “paranoica” y “cobarde”? porque no sería capaz de cargar con el dolor de un cuerpo muerto en vida. Porque no nacimos para ser valientes, nacimos para ser libres.